Jacobo Vargas Madrid, 1969 Valle del Omo: el exotismo fingido (2022) Un día de 2010, Jacobo Vargas abandonó su rifle de caza y lo sustituyó por una cámara fotográfica. Literalmente. Otros habrían convertido esta decisión en un gran acontecimiento vital, en la epifanía que cambió para siempre sus vidas. Pero Jacobo no le da mayor importancia. Y es que Jacobo es un poco alérgico a las ideas precocinadas y al storytelling. Así que con la misma pasmosa naturalidad nos suelta, como de pasada, que por amor a la vida salvaje abandonó en 2003 una prometedora carrera en la banca privada para comprar una reserva en Sudáfrica y hacerse cazador profesional. Ahí es nada. Todo parecía bien encaminado… si no fuera porque la fotografía había acompañado a Jacobo desde niño. Concretamente, en forma de cámara colgada permanentemente de su cuello, que es la imagen que guardan de él su familia y sus amigos de adolescencia. Tampoco a esto le dio importancia, porque Jacobo tiene ese don para desmitificar lo extraordinario. Además, la foto se había convertido en algo cotidiano. Y lo malo de lo cotidiano es que, con el tiempo, dejas de preguntarte, por ejemplo, por qué has bautizado a tu perra con el nombre de Leica o qué lugar ocupa en tu vida ese aparato que te acompaña siempre, vayas donde vayas. Así que Jacobo estaba condenado a encontrar el sentido a la fotografía sin pretenderlo, claro. Y ocurrió por una coalición inesperada entre el azar, el aburrimiento y el amor. El azar: la gran crisis de 2008 hace desaparecer repentinamente la clientela de caza mayor en África, y Jacobo reinventa su negocio para dedicarse a la cría de animales salvajes y a los safaris fotográficos. El aburrimiento: acompañar a decenas de turistas que se empeñan en contemplar una cría de elefante durante 50 minutos impulsa a Jacobo a fotografiar animales para aprovechar el tiempo, para no morirse de la pereza y el calor. El amor: creo que quizá siempre (al menos en esta historia) se he llamado Ana. La compañera infatigable de aventuras de Jacobo descubre algo extraordinario en sus fotos de animales. Jacobo no le da importancia, solo faltaría. Pero cuando organizan un evento para vender viajes de caza en la galería Víctor i Fils, Ana insiste en que amplíe algunas de sus fotos preferidas y las cuelgue de las paredes. Y otra vez el azar: no venden ni un solo viaje de caza, pero las fotos se agotan en pocas horas. Incluso la gente que pasea por la calle entra a comprar. Es la hora de la verdad. Y es ahí cuando Jacobo decide colgar su fusil y empuñar definitivamente la cámara, emprendiendo una larga expedición que dura ya 14 años. Supongo que, como dice uno de los grandes maestros de la fotografía, Alberto García-Alix, “los seres humanos necesitamos un cuarto de juguetes para ser felices. Cuando descubrí que la fotografía podía hacerme feliz, entré en el cuarto de los juguetes, aunque la fotografía no me diera un duro, aunque dijesen de mí que era el peor fotógrafo del mundo”. Desde que intuye (¿o quizá comprende?) que la fotografía es su cuarto de los juguetes, Jacobo emprende una búsqueda incansable, a veces obsesiva, de la verdad en fotografía. Sin recurrir a cursos, academias ni tutores, pero leyendo todo lo que cae en sus manos, buscando la cercanía de otros fotógrafos, persiguiendo la perfección técnica, la cámara más avanzada, la óptica más precisa, la luz ideal, el enfoque justo… En los animales de la reserva de caza, que contempla pacientemente mientras son acribillados a fotos por los turistas, Jacobo aprende a esperar el instante exacto. Sigue una la fascinación por las flores -que personalmente espero que nunca acabe-, en las que Jacobo intenta capturar las misteriosas geometrías de la naturaleza y los fugaces destellos de la belleza en lo diminuto. A continuación, el reto son los grandes paisajes de África, la arquitectura contemporánea, la ciudad. Se trata ahora de retratar lo grandioso, alcanzar la perfección en la composición y la luz… Es también un tímido primer movimiento hacia lo humano. El giro definitivo lo provoca el descubrimiento de uno de los grandes genios de la imagen del siglo XX, Irving Penn. Ana y Jacobo viajan a Londres y en la National Portrait Gallery se sienten subyugados por los retratos del gran maestro de Nueva Jersey. No podía ser de otra manera: “Ahora lo que más me interesa es el retrato, hasta el punto en que pienso por qué antes he dedicado tanto tiempo a otras cosas… Con las personas, nunca sabes cuando el alma va a asomar y, por eso, cada instante es único e irrepetible. Es lo más complicado que existe, por eso me interesa tanto”. El cazador que abandona su fusil y emprende una larga odisea en busca de la verdad, termina volviendo su objetivo hacia el ser humano. Suena un poco a parábola bíblica, ¿no? Jacobo quería tachar la frase anterior pero no le he dejado. Inútil jugar a los psicólogos de bar con un tipo que huye de cualquier pretensión en su fotografía. “No tengo ningún discurso ni quiero tenerlo. La fotografía es un lenguaje que puede ser comprendido sin palabras. Así que eliminemos el ruido”, suele decir Jacobo. Es un empeño personal: quiere, simplemente, que nos metamos dentro de sus fotos, que sintamos lo que él sintió, que detengamos la vista en ese instante atrapado. Que es, curiosamente, lo que movía a los grandes fotógrafos. Era precisamente Irving Penn el que decía que "una buena fotografía es aquella que comunica un hecho y toca el corazón”. Es cierto que no hace falta discurso ni relato ni cuando lo que se busca es, simplemente, invitarnos a pensar. Una propuesta en apariencia simple, pero solo apta para inconformistas sin móvil. Y es muy generoso que un artista ofrezca su trabajo al mundo sin filtros ni notas al pie. Sin querer darle sentido ni importancia. Más que nada porque, una vez que el artista comparte sus imágenes, dejan de pertenecerle. Adquieren vida propia. Se vuelven radicalmente libres, y ponen en funcionamiento la misteriosa combinatoria de las ideas, las imágenes y los recuerdos que opera en cada mente medianamente inquieta. Y las fotografías de Jacobo, cuando las miras, las asimilas y las piensas, están llenas de historias. Basta con ser valiente y observar. Y después, quizá, preguntarle a Jacobo si son molinos o gigantes. Chimpún. Valle del Omo: el exotismo fingido El pasado octubre de 2022, Jacobo se unió al fotógrafo americano Leif Steiner y al pintor canadiense Pavel Sokov en una expedición fotográfica de más de un mes al Valle Bajo del Omo, en el sur de Etiopía, donde soportaron tormentas de arena y lluvias torrenciales, durmieron al raso, comieron menos que frugalmente y, en algún momento, llegaron incluso a temer por su vida. Era el peaje mínimo a pagar por acercarse a tribus que se resisten a que sus costumbres milenarias sean barridas por la imparable marea de la globalización. Al menos eso creía Steiner, que lleva varios años dedicado en cuerpo y alma a documentar los últimos vestigios de autenticidad de algunos pueblos ancestrales de África y América. Steiner es un optimista congénito: “Incluso los grupos de personas más remotos y aislados comparten la misma bondad básica, la misma curiosidad intelectual y la misma empatía que esperaríamos de nuestros familiares más cercanos”. Además, trabaja con la misma cámara que Jacobo (la Phase One), lo cual es una gran ventaja para un fotógrafo en tierras remotas. El plan no podía fallar. Y no falló. O casi. Más allá de la supuesta autenticidad de sus pobladores, el Valle Bajo del Omo es famoso porque allí se han encontrado los restos más antiguos de Homo sapiens. De hecho, fue una especie de melting pot de los homínidos durante al menos cuatro millones de años, a juzgar por la cantidad desproporcionada de fósiles que se han hallado en la región, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1980. Así que ir al valle del Omo es como volver a casa para cualquier ser humano. Es la madre patria de la Humanidad, al menos hasta que la paleontología demuestre lo contrario. El Omo es, además, un punto de choque entre civilizaciones: en 2015 se completó la construcción de la descomunal central hidroeléctrica de Gibe III, que ha puesto fin a las inundaciones naturales del río, fundamentales para asegurar la fertilidad de las tierras que cultivan desde tiempos remotos las seis tribus principales del Valle Bajo, amenazando su estilo de vida e incluso su supervivencia. Jacobo, como de costumbre, buscaba la verdad. Como de costumbre, sin darle importancia. Simplemente, llegaba allí para retratar el alma de las personas con nombre y apellidos que habitan esta tierra remota. Las costumbres y la personalidad de los bodis, los daasanaches, los karas, los kwegus, los mursis o los nyangatoms. Y cuando observamos sus fotos, en una primera lectura podemos contemplar la belleza de las gentes del Omo, la riqueza de sus vestidos y sus tocados, su extrema dignidad al posar. ¿O hay algo que se nos escape, Jacobo? “La globalización ya ha llegado aquí. Así que hay que pagar por todo. Cuando llegas, el jefe del pueblo viene con su cuaderno y apunta cada una de las personas que fotografías para luego pagarles. Y no puedes retratar todo lo que te da la gana, porque están continuamente pidiéndote que pagues. Y eso hace que nada sea espontáneo: repiten los gestos para la foto, como si fueran modelos que posan”. ¿Mala fortuna o buena suerte? Como diría el gran Bernard Plossu, “no hay azar para un fotógrafo. Le pasa lo que está buscando”. A estas alturas ya sabemos que Jacobo tiende a desmitificar la realidad. Así que su ojo, inevitablemente, rasga el velo y mira más allá. Y lo que encuentra es la omnipresente manta sintética de lunares que portaban una de cada diez personas, con la que habrá hecho fortuna algún avispado comerciante asiático. O las cadenas de rolex doradas que colgaban de la mayoría de los collares de las mujeres de todo el valle. Por no hablar de la modelo profesional que ofrece el collar que luce en su cuello a cada fotógrafo que la retrata, y que ha convertido su fabricación en el medio de vida de su familia. O los paisanos y paisanas que adoptan poses propias de una influencer. Porque sí, el teléfono móvil ha llegado al Valle Bajo del Omo. Y ya es difícil saber dónde acaba lo ancestral y dónde empieza lo global. Así que cuando contempléis las maravillosas fotos de Jacobo, disfrutad de su belleza y su verdad. Pero atreveros a mirar más allá y a pensar por vosotros mismos. Será la mejor manera de honrar su trabajo. Texto de: